“Hijos míos:

En nombre del dios de las batallas, prometo la bienaventuranza a los que mueran en el cumplimiento de sus deberes. Si encuentro alguno que faltase a ellos lo haré fusilar sobre la marcha. Y si en su desidia escapase a mis miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, la vergüenza lo persiga mientras arrastre el resto de sus días, miserable y desgraciado”.

                                                                        Cosme Damián Churruca

                                                                        A bordo del San Juan Neponucemo

                                                                                                  21 Octubre de 1805

 

 

“El Amor es la muerte del deber”.

Aemon Targaryen

                                                           

En este artículo que me propongo a escribir sobre el “deber” o los “deberes” que tenemos. Los que nos fijamos o establecemos como personas. Y puestos manos a la obra, vamos a empezar por el principio. El diccionario de la Real Academia de la Lengua dice, en sus distintas definiciones del verbo deber: “Estar obligado a algo por la ley divina, natural o positiva”. “Tener obligación de corresponder a alguien en lo moral”. “Cumplir obligaciones nacidas del respeto, gratitud u otros motivos”.

Así, teniendo claro de lo que hablamos, podríamos hacernos la pregunta de: ¿Cuál es nuestro deber? La respuesta puede parecer obvia: Depende de las circunstancias que rodeen o afecten a la situación que se nos presenta y en la que tenemos que decidir. ¿O, en cambio, nuestro deber sólo depende de nosotros mismos, de nuestras creencias, nuestras costumbres y forma de pensar? ¿Tal vez de nuestro posicionamiento personal, independientemente de las circunstancias?

En siglos pasados, al verse inmerso en un conflicto bélico, la aceptación por parte de un individuo de los riesgos del combate en la guerra incluía para él mismo una recompensa social positiva en términos morales. Ese riesgo podía suponer, a parte de pérdidas materiales y/u otro tipo de sacrificios, incluso la desaparición física del individuo. Éste podía perder su vida a cambio de lo que para él era cumplir con su deber.

Frente al “deber” tenemos una opción que nos lleva a hacer lo que podríamos entender como acatarlo, o darle cumplimiento: “lo que debemos hacer”. Y una opuesta que, de optar por ella, nos llevaría a un comportamiento contrario. Es decir, a faltar al mismo.

¿Cuál tiene más peso en el momento de la decisión de enfrentarnos al “deber”?

La respuesta a esta pregunta nos ofrece la clave, es la llave de otra pregunta, más importante si cabe: ¿Qué elegimos hacer frente al mismo?

Si analizamos la definición, vemos que el concepto de deber está intrincado, cruzado, entretejido, como la urdimbre y la trama de un tapiz, de valores y de creencias, de los que no es posible aislarlo. No solo lo moral y lo social están presentes, sino también la ley (de cualquier naturaleza) así como la gratitud o el respeto. Es un todo unido. Algo que no funciona cuando tratamos de separarlo.

¿Qué ocurre cuando, por ejemplo, enfrentamos el deber a la libertad? ¿O al exceso de libertad, con el que parece, vivimos en nuestra sociedad actual?

¿Qué ocurre cuando chocan? ¿Debiéramos entenderlo como algo jerárquico donde la libertad es el valor supremo, la cúspide hegemónica de los derechos del individuo? ¿Sentimos el deber como una carga incómoda, un pesado inconveniente frente a la libertad?

Según José Antonio Marina, en su libro Los Secretos de la Motivación, “El concepto de deber tiene connotaciones negativas en la cultura occidental moderna”. Parece ser que todo lo que amenaza a la libertad es concebido como un peligro. Como algo subordinado o menor que está a expensas de ese primer valor que hemos erigido como supremo. Esto, según el mismo autor, “…nos está causando serios problemas educativos y sociales”, creándonos una situación conflictiva en nuestra sociedad. Vivimos, como dijo Lipovetsky, en la “sociedad del postdeber”.

Según el mismo autor, existen tres tipos distintos de deberes: Los de coacción (impuestos por la autoridad coactiva). Los de compromiso, que son los que yo fijo en mi vida: Por ejemplo contratos, propósitos, promesas y que se basan, como su propio nombre indica, en la libertad de las partes contratantes. Y un tercer tipo, que son los deberes derivados de un proyecto: Si quiero conseguir algo debo realizar para alcanzarlo una serie de actos de manera obligatoria.

Podríamos entender cierta rebelión frente a los deberes de coacción, pero ¿también frente a los demás, a cualquiera de ellos por igual, en el mismo grado? Entonces es que buscamos resolver la ecuación atendiendo sólo a una de sus partes. Queremos el todo sin cumplir las reglas. Queremos el premio sin hacer lo que “debemos” hacer para conseguirlo.

Y por el camino inventamos atajos insospechados (inútiles e infructuosos) donde nos auto convencemos que nuestras posibilidades de conseguir lo que buscamos se mantienen intactas. Que vamos a lograr alcanzar lo que deseamos solo desde la libertad y sin marcarnos ninguna obligación (deber).

Por ejemplo el caso de los famosos “deberes” de la escuela, que tanto se han denigrado. Suponemos que ningún padre está dispuesto a renunciar a las cotas y objetivos de desarrollo intelectual o cultural que aspira para sus hijos. Pero sí pretende, en un acto de sugestión, que alcance esas metas únicamente a través de la libertad. Y solo con el ejercicio de la misma.

Otro caso digno de reseña sería la libertad de expresión, concepto que creo no terminamos de entender. Que hemos magnificando sin duda, (como todo lo que huele a libertad) y que se ha convertido en un cajón de sastre donde cabe todo. Todo se puede expresar o decir, sin fijarnos en la libertad del otro, y en si cabe o no un espacio de obligado cumplimiento para lo que debemos o no debemos hacer, o decir.

Los tres niveles

En mis talleres, a menudo expongo una escala en la que fijo tres niveles, que son el “debo, tengo y quiero”. Tal y como afirmo en ellos, el quiero podría equivaler a la excelencia: Hacer las cosas desde la voluntad y la decisión libre y personal. Desde la motivación total. En mis formaciones propongo un juego que consiste en utilizar el quiero al referirse a las múltiples tareas que realizan en el día a día y ver si encaja con ellas. ¿Quiero levantarme por la mañana? ¿Quiero ir al trabajo? ¿Salir a cenar esta noche con mi pareja, tan cansado como estoy? ¿O me encaja mejor un “tengo”, o un “debo”, para la mayoría de las acciones que realizo durante el día?

Al reflexionar mientras escribo este artículo, pienso que el querer hacer es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos, en forma de «actitud» frente a lo que hacemos o decidimos hacer. También me doy cuenta de que esta escala, básica, carga al deber con una connotación negativa, por varios motivos. Principalmente por encontrarse dentro de la escala, como opuesto de lo positivo.

¿Pero, y si le diésemos la vuelta al argumento, como propone José Antonio Marina, y convirtiésemos el deber en una fuente de motivación? Para ser libre y ejercer mi libertad, también debo cumplir una serie de obligaciones. Siendo quizás la más señalada de ellas, el actuar conforme a mi inteligencia.

Dudo que sea correcto terminar hablando de recuperar el sentido del deber. Pues no creo que sea algo que hayamos perdido definitivamente. Pero sí habría que mirarlo con otros ojos, restituirlo en cuanto y en base a toda la importancia que realmente tiene. Sobre todo en campos tan decisivos como la educación de nuestros hijos.

Quizás, el quiero de mi escala reluzca como algo dorado simple. Básicamente por la existencia del debo, su opuesto negativo, que le da valor y positividad. Cargándolo de deseo.

Quizás también la libertad tenga su opuesto negativo en el deber, aquello que nos sentimos obligados a hacer. Quizás sea esta la única manera de dar significado a un concepto, por la existencia de su opuesto que lo llena de esa significación.

Tal vez sea el momento de revalorizar el deber y darle el lugar, en importancia y en justicia, que siempre ha tenido y que nunca debió perder.

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